Había pasado en la noche de anteayer, aunque en realidad siempre era lo mismo. En González Catán, La Matanza, las noches tienen un silencio distinto. Entre las chapas húmedas, el ladrido de los perros y las luces titilantes de los postes, siempre vuelvo a recordar aquella madrugada. Fue la última vez que lo oí. Todos los días iba a trabajar a Los Hornos, cerca de los descampados y del basural que siempre está prendido fuego y su humo se inhala y penetra en los seres dormidos. En Los Hornos hacemos ladrillos de barro, ladrillos para construir quizás una vida mejor. Ese día fue peculiar, ya que con mis compañeros nos obligaron quedarnos hasta tarde para completar una carga que partiría al exterior de la localidad, la ganancia era jugosa para el dueño de los hornos, la paga mía un efímero disfrute gastado en cervezas y risas que terminaban abatidas. Era la última carga y mis manos la sentían, el barro húmedo se impregnaba en la piel como un día de sol que te atraviesa y te incendia. ...